Nina Suarez
Fotografía de Juan Francisco Sánchez

Clase 2001, la cantautora porteña lidera su proyecto homónimo acompañada por una banda que hace rechinar los dientes y un puñado de canciones gigantes. 

Por Santiago Miranda


Podría ser Jeff Buckley. Podría ser Diana Nylon. Incluso, podría ser Rosario Bléfari, su madre, a quien recuerda en pequeños gestos (una sonrisa, una mueca, una melodía espejada en los ojos). Y es que esa figura que flota sobre los escenarios, con su guitarra colgada sobre los hombros, carga con la estela de quienes están destinados a dejar su propia marca en este mundo. 


Nina Suárez cuenta con un magnetismo que pocos. Cuando canta, la carne se estremece y las miradas se encandilan. Así como el cuchillo que yergue en la tapa de su disco debut, sus creaciones guardan un filo. Una carta de amor anónima, una invitación a jugar, un cuento sin escribir: el tracklist de Algo Para Decirte lleva la firma del trazo nervioso, casi adolescente, de la ternura. Son expresiones urgentes, manifiestos inmediatos de una sensibilidad desbordante, que en la voz de su autora adquieren una fuerza extraordinaria: “Ahora te quiero / pero no te voy a querer siempre / Lo sé, porque con este punto / en la nariz, veo todo diferente”. 

Sin virtuosismo ni refinamiento, el proyecto parece mamar del espíritu indie que bandas como Suárez (el grupo que encabezaron su mamá y su papá, Fabio) portaron como bandera: lo lúdico por sobre el perfeccionismo. En todo caso, no por desprolijo (de lo cual se aleja mucho), sino porque su poder radica en lo emocional más que en una pose impoluta. El mejor ejemplo quizás sea la garganta de Nina: al vocalizar, sus cuerdas traspasan los límites de la afinación para alcanzar una potencia inigualable, siempre al servicio de conmover. 


Nina suarez banda

Fotografía de Charlie Riobueno En vivo, esa energía se amplifica. Junto a Manolo Lamothe en batería y Juana Muschietti en bajo, las canciones se propulsan en power-trio para transformarse en criaturas vivas: fieras que salen a cazar con la electricidad entre los colmillos (“Chinos Ojos Rojos”), o bien, animales solitarios que se refugian en el ánimo tempestuoso de la voz cantante (“Ciudad”). Sea como sea, la piel siempre está ahí. Incluso, la banda se permite reversionar al Pity, a Sué Mon Mont, Los Beatles y Sinatra sin levantar sospecha. Todo está atravesado por el mismo prisma, un filtro resplandeciente que atraviesa al sonido con el color fugaz de la belleza. 


Algunas veces el ruido no necesita de artificios. A veces le basta solo con un pequeño tajo para calar en lo más profundo del cuerpo y hacer vibrar los huesos: “Y puede ser que las estrellas / tengan muchas vidas / pero yo solo tengo esta / y no parece querer brillar”. Nina hunde el cuchillo hasta el fondo, con una inocencia feroz. 


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